Abderraman nunca termina de contar cómo fue el
momento en el que tuvo que dejar atrás a un compañero en la aventura de
emigrar a España por la ruta en patera hacia las Islas Canarias. Ahí
siempre hay una intencionada laguna en el relato. Y eso que algo de
confianza ya tenemos, que van unas cuantas navidades juntos y algunos
vericuetos sorteados. Es maliense y tiene algo más de 20 años. Su edad
es un misterio, como indica su manual de supervivencia. Lleva siete años
en un pueblo de Gran Canaria, isla a la que llegó a duras penas en una
embarcación de madera tras un traumático viaje en el que perdió a un
importante amigo. Murió en el trayecto.
Parece haber
borrado el horror de su memoria para poder vivir pero le duele
sobrevolar aquellos momentos. La historia más dura de su vida la cuenta
rápido, atragantado y deseando llegar al momento de "y entonces los de
la Cruz Roja nos vinieron a buscar y nos dieron mantas, galletas y un
café caliente". El calor del café, recuerda él, le hizo volver a la vida
después de la pesadilla.
Ha vuelto a ocurrir. Parece, según sabemos, que la última cena de los 21 fue el 28 de febrero, hace poco más de un mes. Luego,
al sur de Dajla aprovechando la oscuridad de la noche montaron en una
patera todos los que habían sido citados. La mayoría bajaron desde la
frontera norte de Marruecos. Pensaban llegar a Canarias en cinco días.
Algo menos si se pudiera, pero de ello fueron advertidos: pueden ser
cinco días. Al cuarto se les acabó la comida y el agua y sólo veían mar.
No estaban donde creían estar. Salvamento Marítimo fue alertado desde
el primer día y estuvo buscando su rastro de forma incesante con largas y
minuciosas batidas, pero no hallaron la patera Nissrin. A bordo de ella
viajaba la muerte. Perdidos en alta mar y a la deriva aparecieron los
nervios y el miedo y también el hambre y la sed. Fueron muriendo poco a
poco hasta ocho de las personas que habían iniciado el viaje.
Sobrevivieron 13 personas, once hombres y dos mujeres.
Un buque mercante que avistó la Nissrin les salvó la vida. En ese
momento la confianza en sobrevivir, cuentan ahora, era nula. Iban
desfallecidos y las muertes se habían sucedido las horas previas.
Estaban perdidos a más de 200 millas al sur de Canarias. Entre
Salvamento Marítimo, Cruz Roja y la Policía Nacional los rescataron,
medicaron y revitalizaron. Y ahora estas trece personas están privadas
de libertad en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Barranco
Seco, una antigua cárcel. En el día más duro murieron cuatro personas.
Fueron las horas antes de ser vistos.
El sistema
administrativo con el que nos hemos dotado impide que sepamos los
nombres de estos 13 héroes que sobrevivieron 10 días en alta mar, la
mayoría de ellos sin bebida, ni comida y a la deriva. Y, además, viendo
cómo se iban muriendo uno a uno sus compañeros de viaje. Escuchando sus
últimos lamentos. Aún están en shock. Sólo hay que mirarlos a los ojos.
No son españoles, franceses, suizos o italianos. Tampoco son británicos
ni rusos. No son portugueses, irlandeses ni tampoco noruegos. Son ocho
personas que huían hacia España en patera, de las que no ha importado su
nacionalidad ni tampoco su nombre, eran africanos. Quizás huían de la
guerra, quizás huían de maltrato o quizás huían del miedo. O quizás no
huían, sino que soñaban. Y encontraron la muerte y la indiferencia.
Desconozco si tenían padres, hermanos o hijos. No sé si tenían amigos
ni cuánto tiempo llevaban intentando salir de su vida. Ignoro qué
dejaron atrás y qué prometieron enviar ni cuántas personas esperan
noticias suyas. Pero sé que lo menos que se puede hacer es contar que
han fallecido, porque ellos nunca podrán decir por qué se arriesgaron,
de qué huían ni con qué soñaban. Y también sé que con un poco más de
humanidad, a los supervivientes se les debería tratar con dignidad para
superar lo ocurrido y no encerrarlos para después condenarlos a volver a
intentar pasar al lado de la muerte, con la que ya han tenido la
desgracia de convivir.
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El artículo original ha sido publicado en Guinguinbali